La década del 20
La década del 20 en las Provincias Unidas del
Río de la Plata se caracterizó por los intentos unitarios de organizar el país
bajo un régimen centralizado. El progreso logrado en este período, marcado por
los avances en obras de gobierno modernizadoras al mejor estilo de los modelos
extranjeros, estuvo afectado al mismo tiempo por los desaciertos y tragedias
propias de una época dominada por guerras civiles y fratricidas.
Un acercamiento para la comprensión de los años
que corren entre 1820 y 1830 no puede dejar de considerar como factores que
configuraron el escenario donde actuaron los hombres y mujeres de aquella
época: los proyectos políticos de unitarios y federales que surgían desde un
primer momento como antagónicos, enormes dificultades económicas agravadas
constantemente por los gastos de las campañas de los ejércitos en las guerras
por la independencia; el enfrentamiento acérrimo entre el interior y sus
caudillos frente a Buenos Aires, la ciudad puerto de fuertes vínculos con los
intereses comerciales extranjeros; la expansión territorial permanente en la
provincia de la Banda Oriental por parte del Imperio Luso-brasileño y la
acechanza constante de la diplomacia británica sobre las nuevas y débiles
naciones hispano-americanas, procurando su fragmentación.
El año de 1820 fue sumamente significativo para
el naciente estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que transitaba
sus primeros diez años desde la emancipación como colonia y tan solo cuatro
desde que declarase la Independencia. Pero la crisis resultaba aun más profunda
en Buenos Aires que no resolvía la forma política e institucional de su propia
existencia.
En este breve período que los libros de
historia conocen como anarquía del año 20, se sucedieron diez gobernadores,
permanentes enfrentamientos armados, el fin de una de las más representativas
instituciones coloniales, el cabildo y la integración de la campaña que se
sumaba a la vida política de la ciudad.
El Tratado de Pilar, uno de los pactos
preexistentes citados en la Constitución Nacional, firmado el 23 de febrero de
1820 entre el Gobernador provisorio de Buenos Aires Manuel Sarratea y los
caudillos del litoral, López y Ramírez, fijó los principios para la
organización nacional sobere una base federal e introdujo el concepto de
nacionalidad. También establecía la libre navegación de los ríos interiores,
principal disputa entre los pueblos del litoral y Buenos Aires.
Los estancieros bonaerenses, afectados en sus
intereses económicos por el desorden político e institucional reinante,
comenzaron a participar en la vida política de la joven nación a través de uno
de sus hombres más influyentes, tal vez el mayor propietario de tierras y la
industria saladera, Don Juan Manuel de Rosas.
Fue la solución para este sector, la
designación de un gobernador fuerte y enérgico para afrontar la crisis. La
opinión de Rosas es decisiva en la elección de Martín Rodríguez como gobernador
de la provincia de Buenos Aires. Asume el cargo el 26 de setiembre de 1820 y
detrás de él actuaban por entonces Rivadavia, Anchorena, Terrero y el mismo
Rosas.
Entre 1821 y 1827 tres gobiernos se sucedieron.
El de Martín Rodríguez ya mencionado, el de Juan Gregorio Las Heras y la
presidencia de Bernardino Rivadavia. Todos se caracterizaron por su gestión
reformadora, destacándose como común denominador del período el infatigable
Rivadavia, que actuó en todos los gobiernos y que plasmó en su presidencia, la
primera que hubo en la República, los objetivos modernizadores pregonados por
el liberalismo en los países desarrollados de Europa.
Rivadavia creía indispensable implementar un
gobierno de carácter republicano y representativo, centralizador y con asiento
en Buenos Aires, desde donde se regían los destinos de la flamante república.
Crear un marco jurídico e institucional que diera la seguridad necesaria para
el desarrollo del comercio y las actividades productivas, para las cuales se
procuraban la inversión de capitales extranjeros, en particular los
provenientes de Londres.
Reformas administrativas, educativas y
religiosas debían acompañar los cambios políticos para obtener con urgencia el
reconocimiento de la independencia argentina. En particular del gobierno
británico, principal sostén de este modelo de desarrollo que, al decir de su
ministro Castlereagh, desde el fracaso de las invasiones inglesas en 1806 y
1807, comenzaron a ver que sus intereses políticos en América del Sur se
identificaban con sus intereses económicos.
Pero para obtener el reconocimiento de la
independencia, paso previo indispensable para establecer tratos entre Estados,
como ya lo habían hecho Portugal en 1821 y Estados Unidos en 1822, Gran Bretaña
exigía la existencia de un gobierno central.
El 27 de febrero de 1824 se promulgó la ley que
invitaba a las provincias a enviar diputados a un Congreso General de Buenos
Aires. En enero del año siguiente, el Congreso dictó la ley que reconocía un
Poder Ejecutivo Nacional y tan solo diez días después, se firmaba el primer
tratado de amistad y comercio con Gran Bretaña.
Sin embargo un hecho de suma trascendencia y
que desarrollaremos a continuación, tuvo un efecto decisivo en este proceso. La
invasión, con apoyo argentino, de Lavalleja a la Banda Oriental, en abril de
1825, que, seguida de una serie de triunfos militares, desembocó en la
proclamación de su incorporación a las Provincias Unidas, su aceptación por
parte del Congreso que sesionaba en Buenos Aires y la inevitable declaración de
guerra del Imperio del Brasil el 10 de diciembre de 1825.
Las Heras, gobernador por entonces, consideró
en tales circunstancias como imperiosa la existencia de un Poder Ejecutivo
Nacional permanente.
El 6 de febrero de 1826 el Congreso dictó la
Ley de Presidencia y elige al día siguiente por 35 votos contra 3, a Bernardino
Rivadavia que volvía de un viaje por Europa, como el primer presidente de la
República Argentina. Los hechos se suceden vertiginosamente. Rivadavia asume el
día 8 y tan solo un día después, envía al Congreso el proyecto de ley por el
cual se separaba a la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, del resto de la
provincia.
Se creaba así el Estado de la Capital con
límites hacia el norte con el pueblo de Tigre. Hacia el este el río, al sur
Ensenada y hacia el oeste la villa de Merlo.
El proyecto consideraba también crear dos
nuevos estados, los del Salado y Paraná, con el territorio restante de la
principal provincia de la flamante república.
En julio de 1826 la comisión del Congreso dio a
conocer un dictamen por el cual se aprobaba la “Constitución de la República
Argentina” que propugnaba la forma republicana “consolidada en unidad del
régimen”, que no era otra cosa que el poder centralizado en la ciudad-estado de
Buenos Aires.
De esta manera el bando unitario que dominaba
el Congreso, concretaba la aspiración rivadaviana que, aunque en teoría
resultaba brillante, en la práctica no era más que el triunfo de la élite
política liberal y los comerciantes porteños.
La reacción del interior fue inmediata. Cuando
la Constitución fue enviada a las provincias para su aprobación, fue rechazada
al igual que la elección de Rivadavia como presidente nacional. Bustos en
Córdoba, Ibarra en Santiago del Estero, Quiroga en La Rioja y tantos otros
caudillos como provincias se sumaban, consideraron espuria la constitución de
los unitarios como al presidente electo.
Fue Quiroga quien sintiéndose amenazado por las
tropas de Lamadrid en Tucumán, pasó de la reacción a las armas y con la
consigna “Religión o Muerte” retomó una vez más, la guerra como método para
dirimir las diferencias entre connacionales. Precisamente la idea de religión,
ante el anticlericalismo modernizante de los liberales porteños, resultaba
factor aglutinador para las sociedades conservadoras y aristocratizantes del
norte argentino.
En Buenos Aires la oposición no resultó menos
despiadada y bajo el liderazgo de Rosas, Dorrego y Anchorena entre otros, la
campaña cerró filas contra un gobierno que si bien recién asumido, ya se
encontraba aislado.
La impopularidad de la gestión unitaria creció
en la medida que se avanzó con el
proyecto de Ley de Minería, por lo cual el poder central disponía de los
contratos que despojaban de sus recursos a las provincias (Rivadavia precisamente
formaba parte como presidente del directorio de una compañía que había creado
cuando estuvo en Inglaterra); la hipoteca de tierras públicas como garantía de
la deuda externa e interna; la nacionalización de las aduanas provinciales, que
privaban a éstas de recursos y la creación del Banco de Descuentos, que resultó
finalmente controlado por accionistas ingleses.
Es en este marco de gran descontento social y
oposición política, que el gobierno que presidía Rivadavia debió encauzar los
aprestos para la guerra que se avecinaba con el Imperio del Brasil.
Guerra con el Brasil
Desde 1811 los portugueses avanzaron sobre
territorio de la Banda Oriental, encontrando tenaz resistencia en las fuerzas
de Artigas quien batalló hasta sus límites, ante al despreocupación de los
gobiernos directoriales de Buenos Aires que consideraron menos peligroso al
invasor portugués en tierras de las Provincias Unidas que al caudillo oriental
con sus ideas federales y democratizantes.
En 1816 una nueva invasión portuguesa con miles
de efectivos será permanente, logrando el 31 de julio de 1821 que un congreso
reunido en Montevideo, resolviese la incorporación del actual territorio
uruguayo, como Provincia Cisplatina al Reino Unido de Portugal y Brasil.
Al proclamarse la independencia del Imperio del
Brasil del Reino de Portugal en 1822, se divide la opinión de los orientales
entre los partidarios del reino, entre quienes se destacó Manuel Oribe y que
denominaron la ciudad de Montevideo y los partidarios del Imperio que se hicieron
fuertes en la campaña, destacándose entre ellos Fructuoso Rivera.
A pesar de ello el 29 de octubre de 1823, el
Cabildo de Montevideo se declaró bajo la protección y gobierno de Buenos Aires.
De este lado del Río de la Plata no faltó entusiasmo por aceptar la propuesta
que significaba, ante la firme oposición brasileña, la inminencia de una
guerra.
Las dificultades económicas obligaron a elegir
por tratativas diplomáticas. Para ello se designó al canónigo Valentín Gómez
para realizar gestiones en Río de Janeiro.
Sin duda una guerra entre los dos principales
estados de Sudamérica, suponía un grado de paridad en las fuerzas que obligaría
a una mediación extranjera y la probabilidad de alcanzar la independencia del
territorio en disputa, como solución negociada. Tal era la especulación de la
cual no era ajeno el oriental Lavalleja, quien se asiló en Buenos Aires y se
puso de inmediato a trabajar para lograr el apoyo para una invasión que
permitiese liberar su tierra natal.
La ayuda no se hizo esperar y con el respaldo
de algunos estancieros bonaerenses –Rosas, Terrero, Anchorena por mencionar
algunos-, Lavalleja desembarcó en la localidad de la Agraciada junto a sus 32
compañeros el 19 de abril de 1825 y logró dominar en poco más de un mes, con
refuerzos de Rivera, la campaña oriental.
El clima belicista aumentaba, la guerra parecía
inevitable. El Congreso de las Provincias Unidas dispuso la creación de un
Ejército de Observación al mando del General Martín Rodríguez, secundado por el
Teniente General Tomás de Iriarte. En tanto el gobernador Las Heras designó a
Alvarez Thomas que realice gestiones ante Simón Bolívar para que éste presione
al emperador Pedro I y evaluase también la posible participación de las fuerzas
militares del libertador caraqueño en una guerra internacional.
Pocos días después, en el mes de julio, la
escuadra brasileña se apostó frente a Buenos Aires e inició el bloqueo del
puerto. No perdonaban el apoyo de las Provincias Unidas a la campaña
libertadora de los 33 Orientales.
Lavalleja, en tanto, reunía un Congreso en La
Florida que el 25 de agosto se pronunció por “la unidad con las demás
provincias argentinas a quienes siempre perteneció por los vínculos más
sagrados que el mundo conoce”.
Los efectos en la opinión pública de Buenos
Aires eran por demás eufóricos, exaltándose el sentido del honor y la
nacionalidad. El bando rivadaviano se destacaba por su belicismo y criticaba al
gobernador Las Heras su falta de firmeza ante la situación reinante.
Las acciones armadas proseguían, sumándose los triunfos
de Rivera en Rincón y de Lavalleja en Sarandí. En Buenos Aires una
manifestación de vecinos asaltó la casa del cónsul del Brasil y por ley del
Congreso, el 24 de Octubre se aceptó la incorporación de la provincia oriental.
El 10 de diciembre de 1825 se produce lo
esperado: el Imperio del Brasil declara la guerra a las Provincias Unidas del
Río de la Plata.
Como ya señalamos, Las Heras consideró oportuno
la existencia de un poder ejecutivo nacional permanente. Se promulgó la Ley de
Presidencia y Rivadavia asumió como tal el 8 de febrero de 1826, tocándole
organizar los preparativos para la guerra.
La situación de confrontación entre el interior
y el gobierno de Buenos Aires ya la hemos descripto, por lo cual no es de
extrañar la negativa de las provincias a enviar tropas para integrar el
Ejército Republicano.
A Juan Manuel de Rosas se le encomendó asegurar
la frontera con el indio, se proveyó la defensa de Bahía Blanca y Carmen de
Patagones y se designó a Guillermo Brown para crear y comandar las fuerzas
navales patriotas. En lo que a Brown respecta el resultado fue asombroso,
alistó una escuadra naval en tan solo 60 días.
A pesar que Brasil contaba con un ejército de
veteranos, una de las escuadras navales más importantes, una situación
económica un tanto más sólida y una autoridad imperial aceptada y reconocida,
es decir circunstancias opuestas a las que acontecían en Buenos Aires, ninguno de
los dos contendientes estaban aún listos para iniciar las acciones.
El bloqueo naval perjudicaba los intereses de
los comerciantes porteños y británicos. Só0lo los buques de Estados Unidos se
animaban a burlar la flota imperial frente al puerto de Buenos Aires,
desplazando con sus mercancías a las provenientes de Europa. La cotización de
los bonos argentinos en el exterior caían, en tanto el gobierno dejaba de pagar
el empréstito contraído con la firma Baring unos pocos años antes.
La corona británica asignó a Lord Ponsomby
ministro en Buenos Aires, debía llevar adelante negociaciones para evitar la
guerra cuyos efectos económicos ya resultaban desastrosos.
La presión sobre el emperador Pedro I para que
abandonara sus pretensiones sobre la Banda Oriental fueron negativas, a pesar
que en tales circunstancias se evaluó como parte de la negociación, la
independencia del Uruguay.
Tal proposición también la elevó el Cónsul
Parish al Ministro de Relaciones Exteriores Argentino, Francisco Fernández de
la Cruz.
El presidente Rivadavia nombró al general
Carlos de Alvear como comandante en jefe del Ejército Republicano en reemplazo
de Martín Rodríguez. En tanto en el Río de la Plata, luego de algunas
escaramuzas entre las escuadras en guerra, Brown derrotó a los brasileños en
Los Pozos, el 26 de junio de 1826. El combate, por su proximidad a la costa de
la ciudad, pudo ser seguido en sus acciones por el vecindario de Buenos Aires.
Por vía terrestre, Alvear reunió 5.500 hombres
y estableció su campamento en la población de El Durazno. Las fuerzas enemigas
que lo duplicaban en número, eran comandadas por el Marqués de Barbacena y se
establecieron a ambas orillas del Río Bagé sobre la línea del Río Quareim.
Alvear inició la marcha hacia el norte,
procurando que el escenario de la guerra y sus efectos destructivos fuesen en
territorio enemigo.
La caballería comandada por Babacena siguió al
Ejército Republicando intentando cortar sus comunicaciones. Es entonces que
ambas fuerzas se involucraron en una frenética carrera en dirección norte,
tocándole a los argentinos el 26 de enero, llegar primero a la localidad de
Bagé, tomando y saqueando el pueblo. Marchan luego hacia San Gabriel procurando
batir al enemigo por separado.
El 8 de febrero Brown destroza a la escuadra
enemiga en Juncal y el día 13 Lavalle vence a una columna enemiga en Bacacay.
Tres días después Mansilla hace lo mismo en El Ombú.
En tanto, seguido por las fuerzas diezmadas de
Barbacena, Alvear simula una retirada hacia el Río Santa María; el jefe
brasileño lo ocupó en el Paso del Rosario pretendiendo cerrar el camino de
salida.
Alvear aligera la tropa dejando el grueso del
parque y sorprende al enemigo en los campos del arroyo Ituzaingó el día 20.
La batalla consistió en el dominio de los altos
del lugar, contener la infantería, en tanto el cuerpo de artillería hacía lo
propio con la caballería imperial.
La derrota brasileña fue total, aunque por una
discutida decisión de Alvear de no perseguir al enemigo, se privó que el golpe
fuese definitivo.
El Ejército Republicano dueño de la región
obtuvo nuevas victorias como los combates de Camacuá, Yerbal y los Potreros del
Padre Filiberto, quedando en condiciones de llevar el escenario de la guerra a
Río Grande.
No se había producido pronunciamiento alguno de
otros países americanos ante la guerra, tampoco de Bolívar. La situación
económica en Buenos Aires era caótica y el Ejército Republicano ahora inactivo,
no recibió refuerzos para seguir la lucha.
En esta situación y merced a la gestión de Lord
Ponsomby, se envió a Manuel García, Ministro de Rivadavia, a Río de Janeiro
para entablar negociaciones.
Si bien ya se preveía la independencia de la
Banda Oriental, en un hecho aún no aclarado como la verdad histórica lo exige,
García firmó un acuerdo por el cual se reconocía al territorio en disputa como
parte del Imperio, el desarme de la isla Martín García, la libre navegación del
río Uruguay e indemnizaciones de guerra. Era un triunfo total de los derrotados
en combate.
Cuando el Ministro García regresó a Buenos
Aires y se difundió el contenido del tratado, Rivadavia debió presentar su
renuncia de inmediato. Antes de retirarse, solicitó al Congreso el rechazo del
acuerdo.
Vicente López asume como presidente provisional
y Alvear, cuya relación con la oficialidad del ejército era conflictiva, fue
sustituido en el cargo por Lavalleja.
El grupo federal porteño capitalizó una nueva
derrota política de los unitarios y logró a través de Manuel Dorrego, volver a
encumbrarse en el poder.
Efectivamente, Vicente López convocó a
elecciones en la provincia de Buenos Aires de lo que resultó electo Dorrego. El
Congreso se disolvió el 18 de agosto y se dio por terminada la experiencia
presidencialista, volviendo a quedar el gobernador de Buenos Aires a cargo de
las relaciones exteriores.
En tanto el bloqueo continuaba y a los
federales les tocaba poner fin a la guerra. Si bien Dorrego intentó continuarla
–la escuadra naval participó en varias acciones menores-, la falta de apoyo en
hombres y dinero lo obligaron a aceptar la postura de Lord Ponsomby y reconocer
la independencia de la Banda Oriental.
Respecto a la falta de recursos financieros,
una solicitud de préstamo cursado al Banco de Descuentos –recordemos controlado
por accionistas ingleses-, fue negada.
Guido y Balcarce fueron enviados al Brasil y
convinieron la paz en base al reconocimiento mutuo de la independencia
uruguaya, el 27 de agosto de 1828.
Era sin dudas el triunfo de la diplomacia
británica y el proyecto de Lavalleja. Sin embargo, lejos de toda especulación
política, la opinión pública y en particular la tropa republicana, tomó con
sumo desagrado los términos del acuerdo.
El Ejército condecorado pero con los sueldos
impagos, victorioso en combate pero humillado por los políticos, regresaba a
Buenos Aires en un clima de inquietud y malestar.
El bando unitario conspiraba nuevamente, esta
vez para derrocar a Dorrego, logrando la adhesión de dos jóvenes veteranos de
la guerra de la independencia, los generales José María Paz y Juan de Lavalle.
Un sector de la dirigencia política recurría a las fuerzas militares para
deponer del cargo, a la autoridad legítimamente constituida.
El 1° de diciembre Lavalle y sus fuerzas ocupan
la Plaza de la Victoria y la Fortaleza, obligando a Dorrego a huir de la ciudad
en busca del apoyo de Rosas.
Lavalle convocó a asamblea del pueblo de la
ciudad de Buenos Aires y fue elegido gobernador provisorio. De inmediato delegó
el mando en Guillermo Brown y marchó a la campaña en persecución del
desafortunado Dorrego. El encuentro se produjo en los campos de Navarro el día
9.
Capturado el líder federal, cuatro días después
fue fusilado por orden de Lavalle, quien resultó permeable a los argumentos de
los más perversos conspiradores, pero insensible a las advertencias de sus
compañeros de armas.
La inútil muerte de Dorrego prolongó durante
décadas los desencuentros y la violencia que caracterizó el período de la
organización nacional.